ENSEÑANZAS SOBRE LA VIRGEN MARÍA (III)
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DISCURSO DURANTE LA VIGILIA DE ORACIÓN
CELEBRADA CON LOS JÓVENES EN LORETO (1-IX-07)
Queridos jóvenes, que constituís la esperanza de la Iglesia en Italia:
Me alegra encontrarme con vosotros en este lugar tan singular, en esta velada especial, en la que se entrelazan oraciones, cantos y silencios, una velada llena de esperanzas y profundas emociones. Este valle, donde en el pasado también mi amado predecesor Juan Pablo II se encontró con muchos de vosotros, ya se ha convertido en vuestra «ágora», en vuestra plaza sin muros y sin barreras, donde convergen y de donde parten mil caminos. (...)
Cualquiera que sea el motivo que os ha traído aquí, quiero deciros que quien nos ha reunido aquí, aunque hace falta valentía para decirlo, es el Espíritu Santo. Sí, esto es lo que ha sucedido. Quien os ha guiado hasta aquí es el Espíritu. Habéis venido con vuestras dudas y vuestras certezas, con vuestras alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora nos toca a todos nosotros, a todos vosotros, abrir el corazón y ofrecer todo a Jesús.
Decidle: «Heme aquí. Ciertamente no soy todavía como tú quisieras que fuera; ni siquiera logro entenderme a fondo a mí mismo, pero con tu ayuda estoy dispuesto a seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven que hace dos mil años pronunció su "sí" al Padre, que la escogía para ser tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad». Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, diga con fe a Dios: «Heme aquí, hágase en mí según tu palabra».
¡Qué espectáculo tan admirable de fe joven y comprometedora estamos viviendo esta tarde! Esta tarde, gracias a vosotros, Loreto se ha convertido en la capital espiritual de los jóvenes, en el centro hacia el que convergen idealmente las multitudes de jóvenes que pueblan los cinco continentes. (...)
Permitidme que os repita esta tarde: cada uno de vosotros, si permanece unido a Cristo, puede realizar grandes cosas. Por eso, queridos amigos, no debéis tener miedo de soñar, con los ojos abiertos, en grandes proyectos de bien y no debéis desalentaros ante las dificultades. Cristo confía en vosotros y desea que realicéis todos vuestros sueños más nobles y elevados de auténtica felicidad.
Nada es imposible para quien se fía de Dios y se entrega a Dios. Mirad a la joven María. El ángel le propuso algo realmente inconcebible: participar del modo más comprometedor posible en el más grandioso de los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Como hemos escuchado en el evangelio, ante esa propuesta María se turbó, pues era consciente de la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó: ¿Cómo es posible? ¿Por qué precisamente yo? Sin embargo, dispuesta a cumplir la voluntad divina, pronunció prontamente su «sí», que cambió su vida y la historia de la humanidad entera. Gracias a su «sí» hoy también nosotros nos encontramos reunidos esta tarde.
Me pregunto y os pregunto: lo que Dios nos pide, por más arduo que pueda parecernos, ¿podrá equipararse a lo que pidió a la joven María? Queridos muchachos y muchachas, aprendamos de María a pronunciar nuestro «sí», porque ella sabe de verdad lo que significa responder con generosidad a lo que pide el Señor. María, queridos jóvenes, conoce vuestras aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo, vuestro gran anhelo de amor, vuestra necesidad de amar y ser amados. Mirándola a ella, siguiéndola dócilmente, descubriréis la belleza del amor, pero no de un amor que se usa y se tira, pasajero y engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y profundo.
En lo más íntimo del corazón, todo muchacho y toda muchacha que se abre a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro. Para muchos este sueño se realiza en la opción del matrimonio y en la formación de una familia, donde el amor entre un hombre y una mujer se vive como don recíproco y fiel, como entrega definitiva, sellada por el «sí» pronunciado ante Dios el día del matrimonio, un «sí» para toda la vida.
Sé bien que este sueño hoy es cada vez más difícil de realizar. ¡Cuántos fracasos del amor contempláis en vuestro entorno! ¡Cuántas parejas inclinan la cabeza, rindiéndose, y se separan! ¡Cuántas familias se desintegran! ¡Cuántos muchachos, incluso entre vosotros, han visto la separación y el divorcio de sus padres!
A quienes se encuentran en situaciones tan delicadas y complejas quisiera decirles esta tarde: la Madre de Dios, la comunidad de los creyentes, el Papa están cerca de vosotros y oran para que la crisis que afecta a las familias de nuestro tiempo no se transforme en un fracaso irreversible. Ojalá que las familias cristianas, con la ayuda de la gracia divina, se mantengan fieles al solemne compromiso de amor asumido con alegría ante el sacerdote y ante la comunidad cristiana el día solemne del matrimonio.
Frente a tantos fracasos con frecuencia se formula esta pregunta: «¿Soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes, que lo han intentado y han fracasado? ¿Por qué yo, precisamente yo, debería triunfar donde tantos otros se rinden?». Este temor humano puede frenar incluso a los corazones más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de su Santa Casa, María os repetirá a cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, las palabras que el ángel le dirigió a ella: «¡No temáis! ¡No tengáis miedo! El Espíritu Santo está con vosotros y no os abandona jamás. Nada es imposible para quien confía en Dios».
Eso vale para quien está llamado a la vida matrimonial, y mucho más para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento de los bienes de la tierra a fin de entregarse a tiempo completo a su reino. Algunos de entre vosotros habéis emprendido el camino del sacerdocio, de la vida consagrada; algunos aspiráis a ser misioneros, conscientes de cuántos y cuáles peligros implica. Pienso en los sacerdotes, en las religiosas y en los laicos misioneros que han caído en la trinchera del amor al servicio del Evangelio.
Nos podría decir muchas cosas al respecto el padre Giancarlo Bossi, por el que oramos durante el tiempo de su secuestro en Filipinas, y hoy nos alegramos de que esté aquí con nosotros. A través de él quisiera saludar y dar las gracias a todos los que consagran su vida a Cristo en las fronteras de la evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor os llama a vivir más íntimamente a su servicio, responded con generosidad. Tened la certeza de que la vida dedicada a Dios nunca se gasta en vano. Queridos jóvenes, antes de concluir estas palabras, quiero abrazaros con corazón de padre. Os abrazo a cada uno, y os saludo cordialmente. (...)
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 7-IX-07]
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A LOS JÓVENES:
«TENED LA VALENTÍA DE LA HUMILDAD»
(Homilía del 2-IX-07 en Loreto)

Queridos hermanos y hermanas; queridos jóvenes amigos:
Después de la vigilia de anoche, nuestro encuentro en Loreto se concluye ahora en torno al altar con la solemne celebración eucarística. Una vez más os saludo cordialmente a todos. (...)
Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de la carta a los Hebreos: «Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo» (Hb 12,22).
Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también nosotros nos hemos acercado a la «reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos» (Hb 12,23). Así podemos experimentar la alegría de encontrarnos ante «Dios, juez universal, y los espíritus de los justos llegados ya a su consumación» (Hb 12,23). Con María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al encuentro del «mediador de la nueva Alianza» (Hb 12,24).
El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los hombres (cf. Hb 1,1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la humanidad entera.
Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne, tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, «una joven».
También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos nuevos.
Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cf. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.
Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.
Pero, ¿qué es lo que hace realmente «jóvenes» en sentido evangélico? Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat:Dios «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48).
Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.
De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. «Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado», nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3,18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14,11).
Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, «actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8).
Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.
Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos «alternativos» indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.
No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.
Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.
En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani, san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio, santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli. Y pienso también en numerosos muchachos y muchachas que pertenecen a la legión de santos «anónimos», pero que no son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.
Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también nosotros podemos experimentar, como ella, el «sí» de Dios a la humanidad del que brotan todos los «sí» de nuestra vida.
En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar. Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.
Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los pobres y a los últimos.
La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21,2-3).
Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin duda, el de la conservación de la creación.
A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un «sí» decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación irreversible.
Por eso, he apreciado la iniciativa de la Iglesia italiana de promover la sensibilidad frente a los problemas de la conservación de la creación estableciendo una Jornada nacional, que se celebra precisamente el 1 de septiembre. Este año la atención se centra sobre todo en el agua, un bien preciosísimo que, si no se comparte de modo equitativo y pacífico, se convertirá por desgracia en motivo de duras tensiones y ásperos conflictos.
Queridos jóvenes amigos, después de escuchar vuestras reflexiones de ayer por la tarde y de esta noche, dejándome guiar por la palabra de Dios, he querido comunicaros ahora estas consideraciones, que pretenden ser un estímulo paterno a seguir a Cristo para ser testigos de su esperanza y de su amor. Por mi parte, seguiré acompañándoos con mi oración y con mi afecto, para que prosigáis con entusiasmo el camino del Ágora, este singular itinerario trienal de escucha, diálogo y misión. Al concluir hoy el primer año con este estupendo encuentro, no puedo por menos de invitaros a mirar ya a la gran cita de la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en julio del año próximo en Sydney.
Os invito a prepararos para esa gran manifestación de fe juvenil meditando en mi Mensaje, que profundiza el tema del Espíritu Santo, para vivir juntos una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en gran número también en Australia, al concluir vuestro segundo año del Ágora.
Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.
[El Papa pronunció las siguientes palabras antes de impartir la bendición apostólica:]
Queridos hermanos y hermanas, estamos para despedirnos de este lugar en el que hemos celebrado los santos misterios, lugar donde se hace memoria de la encarnación del Verbo. El santuario lauretano nos recuerda también hoy que para acoger plenamente la Palabra de vida no basta conservar el don recibido: también hay que ir, con solicitud, por otros caminos y a otras ciudades, a comunicarlo con gozo y agradecimiento, como la joven María de Nazaret. Queridos jóvenes, conservad en el corazón el recuerdo de este lugar y, como los setenta y dos discípulos designados por Jesús, id con determinación y libertad de espíritu: comunicad la paz, sostened al débil, preparad los corazones a la novedad de Cristo. Anunciad que el reino de Dios está cerca.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 7-IX-07]
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ENCUENTRO DE ORACIÓN
ANTE LA «COLUMNA DE MARÍA»
(Plaza «Am Hof», Viena, 7-IX-07)
Venerado y querido señor cardenal; ilustre señor alcalde; queridos hermanos y hermanas:
Como primera etapa de mi peregrinación hacia Mariazell he elegido la Mariensäule («Columna de María») para reflexionar un momento con vosotros sobre el significado de la Madre de Dios para la Austria del pasado y del presente, así como sobre su significado para cada uno de nosotros. (...)
Ya desde los primeros tiempos, a la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, está unida una veneración particular a su Madre, la Mujer en cuyo seno asumió la naturaleza humana, compartiendo incluso el latido de su corazón, la Mujer que lo acompañó con delicadeza y respeto durante su vida, hasta su muerte en cruz, y a cuyo amor materno él, al final, encomendó al discípulo predilecto y con él a toda la humanidad.
Con su sentimiento materno, María acoge también hoy bajo su protección a personas de todas las lenguas y culturas, para llevarlas a Cristo juntas, en una multiforme unidad. A ella podemos recurrir en nuestras preocupaciones y necesidades. Pero también debemos aprender de ella a acogernos mutuamente con el mismo amor con que ella nos acoge a todos: a cada uno en su singularidad, querido como tal y amado por Dios. En la familia universal de Dios, en la que cada persona tiene reservado un puesto, cada uno debe desarrollar sus dones para el bien de todos.
La «Columna de María»erigida por el emperador Fernando III en acción de gracias por la liberación de Viena de un gran peligro y por él inaugurada hace exactamente 360 años, debe ser también para nosotros hoy un signo de esperanza. ¡Cuántas personas, desde entonces, se han detenido ante esta columna y, orando, han elevado los ojos hacia María! ¡Cuántos han experimentado en las dificultades personales la fuerza de su intercesión! Pero nuestra esperanza cristiana va mucho más allá de la realización de nuestros deseos pequeños y grandes. Nosotros elevamos los ojos hacia María, que nos muestra a qué esperanza estamos llamados (cf. Ef 1,18), pues ella personifica lo que el hombre es de verdad.
Como hemos escuchado en la lectura bíblica, ya antes de la creación del mundo Dios nos había elegido en Cristo. Él nos conoce y ama a cada uno desde la eternidad. Y ¿para qué nos ha elegido? Para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor. Y eso no es una tarea imposible de cumplir, ya que Dios nos ha concedido, en Cristo, su realización. Hemos sido redimidos. En virtud de nuestra comunión con Cristo resucitado, Dios nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales.
Abramos nuestro corazón; acojamos esa herencia tan valiosa. Entonces podremos entonar, juntamente con María, el himno de alabanza de su gracia. Y si seguimos poniendo nuestras preocupaciones diarias ante la Madre inmaculada de Cristo, ella nos ayudará a abrir siempre nuestras pequeñas esperanzas hacia la esperanza grande y verdadera, que da sentido a nuestra vida y puede colmarnos de una alegría profunda e indestructible.
En este sentido, quisiera ahora, juntamente con vosotros, elevar los ojos hacia la Inmaculada, para encomendarle a ella las oraciones que acabáis de rezar y pedirle su protección maternal para este país y para sus habitantes:
Santa María,
Madre inmaculada de nuestro Señor Jesucristo,
en ti Dios nos ha dado el prototipo de la Iglesia
y el modo mejor de realizar nuestra humanidad.
A ti te encomiendo a Austria y a sus habitantes:
ayúdanos a todos a seguir tu ejemplo
y a orientar totalmente nuestra vida hacia Dios.
Haz que, contemplando a Cristo,
lleguemos a ser cada vez más semejantes a él,
verdaderos hijos de Dios.
Entonces también nosotros,
llenos de toda clase de bendiciones espirituales,
podremos corresponder cada vez mejor a su voluntad
y ser así instrumentos de paz para Austria,
para Europa y para el mundo. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 14-IX-07]
LA ANUNCIACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
(Ángelus del 9-IX-07)
Queridos hermanos y hermanas: (...)
En la homilía he tratado de decir algo sobre el sentido del domingo y sobre el pasaje evangélico de hoy, y creo que esto nos ha llevado a descubrir que el amor de Dios, que «se perdió a sí mismo» por nosotros entregándose a nosotros, nos da la libertad interior para «perder» nuestra vida, para encontrar de este modo la vida verdadera.
La participación en este amor dio a María la fuerza para su «sí» sin reservas. Ante el amor respetuoso y delicado de Dios, que para la realización de su proyecto de salvación espera la colaboración libre de su criatura, la Virgen superó toda vacilación y, con vistas a ese proyecto grande e inaudito, se puso confiadamente en sus manos. Plenamente disponible, totalmente abierta en lo íntimo de su alma y libre de sí, permitió a Dios colmarla con su Amor, con el Espíritu Santo. Así María, la mujer sencilla, pudo recibir en sí misma al Hijo de Dios y dar al mundo el Salvador que se había donado a ella.
También a nosotros, en la celebración eucarística, se nos ha donado hoy el Hijo de Dios. Quien ha recibido la Comunión lleva ahora en sí de un modo particular al Señor resucitado. Como María lo llevó en su seno -un ser humano pequeño, inerme y totalmente dependiente del amor de la madre-, así Jesucristo, bajo la especie del pan, se ha entregado a nosotros, queridos hermanos y hermanas. Amemos a este Jesús que se pone totalmente en nuestras manos. Amémoslo como lo amó María. Y llevémoslo a los hombres como María lo llevó a Isabel, suscitando alegría y gozo. La Virgen dio al Verbo de Dios un cuerpo humano, para que pudiera entrar en el mundo. Demos también nosotros nuestro cuerpo al Señor, hagamos que nuestro cuerpo sea cada vez más un instrumento del amor de Dios, un templo del Espíritu Santo. Llevemos el domingo con su Don inmenso al mundo.
Pidamos a María que nos enseñe a ser, como ella, libres de nosotros mismos, para encontrar en la disponibilidad a Dios nuestra verdadera libertad, la verdadera vida y la alegría auténtica y duradera.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 21-IX-07]
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MARÍA, ESTRELLA DE LA ESPERANZA
(De la Encíclica "Spe salvi", 30-XI-07)
49. Con un himno del siglo VIII/IX, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, como «estrella del mar»: Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza? Ella, que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; ella, que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14).
50. Por eso, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperaron «el consuelo de Israel» (Lc 2,25) y esperaron, como Ana, «la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu «sí», la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y en su historia. Tú te inclinaste ante la grandeza de esta misión y pronunciaste tu «sí»: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Cuando llena de santa alegría, fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia.
Pero junto con la alegría que en tu Magnificat, con las palabras y el canto, has difundido a lo largo de los siglos, conocías también las afirmaciones oscuras de los profetas sobre el sufrimiento del siervo de Dios en este mundo. Sobre su nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de los ángeles que llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en este mundo. El anciano Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón (cf. Lc 2,35), del signo de contradicción que tu Hijo sería en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva familia que él había venido a instituir y que se desarrollaría con la aportación de los que escucharían y cumplirían su palabra (cf. Lc 11,27-28). No obstante toda la grandeza y la alegría de los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret experimentaste la verdad de aquellas palabras sobre el «signo de contradicción» (cf. Lc 4,28ss). Así viste el poder creciente de la hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creándose en torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la que viste morir como un fracasado, expuesto al escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del mundo, el heredero de David, el Hijo de Dios.
Acogiste entonces las palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente en aquella hora habrás escuchado de nuevo en tu interior las palabras del ángel, con las que respondió a tu temor en el momento de la anunciación: «No temas, María» (Lc 1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: «No temáis»! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, él les dijo: «Tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «No tiemble vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). «No temas, María».
En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: «Su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, llegaste a la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección conmovió tu corazón y te unió de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés. El «reino» de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este «reino» comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 7-XII-07]
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LA INMACULADA CONCEPCIÓN
(Ángelus del 8-XII-07)
Queridos hermanos y hermanas:
En el camino del Adviento brilla la estrella de María Inmaculada, «señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). Para llegar a Jesús, luz verdadera, sol que disipó todas las tinieblas de la historia, necesitamos luces cercanas a nosotros, personas humanas que reflejen la luz de Cristo e iluminen así el camino por recorrer. ¿Y qué persona es más luminosa que María? ¿Quién mejor que ella, aurora que anunció el día de la salvación (cf. Spe salvi, 49), puede ser para nosotros estrella de esperanza?
Por eso la liturgia nos hace celebrar hoy, cerca de la Navidad, la fiesta solemne de la Inmaculada Concepción de María: el misterio de la gracia de Dios que envolvió desde el primer instante de su existencia a la criatura destinada a convertirse en la Madre del Redentor, preservándola del contagio del pecado original. Al contemplarla, reconocemos la altura y la belleza del proyecto de Dios para todo hombre: ser santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1,4), a imagen de nuestro Creador.
¡Qué gran don tener por madre a María Inmaculada! Una madre resplandeciente de belleza, transparente al amor de Dios. Pienso en los jóvenes de hoy, que han crecido en un ambiente saturado de mensajes que proponen falsos modelos de felicidad. Estos muchachos y muchachas corren el peligro de perder la esperanza, porque a menudo parecen huérfanos del verdadero amor, que colma de significado y alegría la vida.
Este era uno de los temas preferidos de mi venerado predecesor Juan Pablo II, el cual propuso en repetidas ocasiones a la juventud de nuestro tiempo a María como «Madre del amor hermoso». Por desgracia, muchas experiencias nos demuestran que los adolescentes, los jóvenes e incluso los niños son víctimas fáciles de la corrupción del amor, engañados por adultos sin escrúpulos que, mintiéndose a sí mismos y a ellos, los atraen a los callejones sin salida del consumismo. Incluso las realidades más sagradas, como el cuerpo humano, templo del Dios del amor y de la vida, se convierten así en objetos de consumo; y esto cada vez más pronto, ya en la pre-adolescencia. ¡Qué tristeza cuando los muchachos pierden el asombro, el encanto de los sentimientos más hermosos, el valor del respeto del cuerpo, manifestación de la persona y de su misterio insondable!
A todo esto nos exhorta María, la Inmaculada, a la que contemplamos en toda su hermosura y santidad. Desde la cruz, Jesús la encomendó a Juan y a todos los discípulos (cf. Jn 19,27), y desde entonces se ha convertido para toda la humanidad en Madre, Madre de la esperanza. A ella le dirigimos con fe nuestra oración, mientras vamos idealmente en peregrinación a Lourdes, donde precisamente hoy comienza un año jubilar especial con ocasión del 150° aniversario de sus apariciones en la gruta de Massabielle. María Inmaculada, «estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino» (Spe salvi, 50).
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 14-XII-07]
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HOMENAJE A LA INMACULADA
MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA
(Roma, Plaza de España, 8-XII-07)
Queridos hermanos y hermanas:
En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.
Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.
Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción virginal -así la veneramos hoy con devoción y gratitud-, realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.
María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?
Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como «llena de gracia» nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.
Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).
Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.
Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 14-XII-07]
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LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
(Homilía del 1-I-08)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por intercesión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero. Con este deseo os saludo a todos. (...)
Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento -como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido- y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús.
De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, «el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre» (Lc 2,21). Por tanto, esta solemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. «Al llegar la plenitud de los tiempos -escribe- envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4,4). En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María: el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.
Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo», había anunciado Isaías (Is 7,14). «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1,31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor -narra el evangelista san Mateo-, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole: «No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo» (Mt 1,20-21).
El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: «Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius», «Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen».
Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5).
El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. «María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa «poner juntamente», y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.
El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio -la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María- es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.
Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: «Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne» (De sancta Virginitate3,3). Y en su corazón María siguió conservando, «poniendo juntamente», los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.
Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor «ilumine su rostro sobre nosotros» y nos «sea propicio» (cf. Nm 6,25) y nos bendiga.
Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 4-I-08]
LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
(Catequesis del miércoles 2 de enero de 2008)
Queridos hermanos y hermanas:
Una fórmula de bendición muy antigua, recogida en el libro de los Números, reza así: «El Señor te bendiga y te guarde. El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). Con estas palabras que la liturgia nos hizo volver a escuchar ayer, primer día del año, os expreso mis mejores deseos a vosotros, aquí presentes, y a todos los que en estas fiestas navideñas me han enviado testimonios de afectuosa cercanía espiritual.
Ayer celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. «Madre de Dios», Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.
Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Éfeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
Después de ese concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
En estos días de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de la «Presentación del Señor», que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado. Somos «contemporáneos» de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Así es la traducción española del texto griego: eis ta ídia; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (eis ta ídia) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.
¡Feliz año a todos! Este es el deseo que os expreso a vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos durante esta primera audiencia general del año 2008. Que el nuevo año, iniciado bajo el signo de la Virgen María, nos haga sentir más vivamente su presencia materna, de forma que, sostenidos y confortados por la protección de la Virgen, podamos contemplar con ojos renovados el rostro de su Hijo Jesús y caminar más ágilmente por la senda del bien.
Una vez más: ¡Feliz año a todos!
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 4-I-08]
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MENSAJE PARA LA XVI JORNADA
MUNDIAL DEL ENFERMO
que se celebrará el 11 de febrero de 2008 (11-I-08)
Queridos hermanos y hermanas:
1. El 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada mundial del enfermo, ocasión propicia para reflexionar sobre el sentido del dolor y sobre el deber cristiano de salir a su encuentro en cualquier circunstancia que se presente. Este año, en esa fecha coinciden dos importantes acontecimientos para la vida de la Iglesia, como se puede apreciar ya en el tema elegido -«La Eucaristía, Lourdes y la atención pastoral a los enfermos»-: el 150° aniversario de las apariciones de la Inmaculada en Lourdes y la celebración del Congreso eucarístico internacional en Quebec (Canadá). De ese modo se brinda una ocasión singular para considerar la íntima unión que existe entre el misterio eucarístico, el papel de María en el plan salvífico y la realidad del dolor y del sufrimiento del hombre.
El 150° aniversario de las apariciones de Lourdes nos invita a dirigir la mirada hacia la Virgen santísima, cuya Inmaculada Concepción constituye el don sublime y gratuito de Dios a una mujer, para que pudiera adherirse plenamente a los designios divinos con fe firme e inquebrantable, a pesar de las pruebas y los sufrimientos que debía afrontar.
Por eso, María es modelo de abandono total a la voluntad de Dios: acogió en su corazón al Verbo eterno y lo concibió en su seno virginal; se fió de Dios y, con el alma traspasada por la espada del dolor (cf. Lc 2,35), no dudó en compartir la pasión de su Hijo, renovando en el Calvario, al pie de la cruz, el «sí» de la Anunciación.
Meditar en la Inmaculada Concepción de María es, por consiguiente, dejarse atraer por el «sí» que la unió admirablemente a la misión de Cristo, Redentor de la humanidad; es dejarse asir y guiar por su mano, para pronunciar el mismo fiat a la voluntad de Dios con toda la existencia entretejida de alegrías y tristezas, de esperanzas y desilusiones, convencidos de que las pruebas, el dolor y el sufrimiento dan un sentido profundo a nuestra peregrinación en la tierra.
2. No se puede contemplar a María sin ser atraídos por Cristo y no se puede mirar a Cristo sin descubrir inmediatamente la presencia de María. Existe un nexo inseparable entre la Madre y el Hijo engendrado en su seno por obra del Espíritu Santo, y este vínculo lo percibimos, de manera misteriosa, en el sacramento de la Eucaristía, como pusieron de relieve desde los primeros siglos los Padres de la Iglesia y los teólogos.
«La carne nacida de María, procediendo del Espíritu Santo, es el pan bajado del cielo», afirma san Hilario de Poitiers; y en el Sacramentario Bergomense, del siglo IX, leemos: «Su seno hizo florecer un fruto, un pan que nos ha colmado de un don angélico. María restituyó a la salvación lo que Eva destruyó con su culpa». Asimismo, san Pedro Damián dice: «Aquel cuerpo que la santísima Virgen engendró y alimentó en su seno con solicitud materna, aquel cuerpo sin duda, y no otro, ahora lo recibimos en el sagrado altar y bebemos la sangre como sacramento de nuestra redención. Esto es lo que nos dice la fe católica; esto es lo que enseña fielmente la santa Iglesia».
El vínculo de la Virgen santísima con su Hijo, Cordero inmolado que quita el pecado del mundo, se extiende a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Como afirma el siervo de Dios Juan Pablo II, María es «mujer eucarística» con toda su vida, por lo cual la Iglesia, contemplándola a ella como su modelo, «ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio» (Ecclesia de Eucharistia, 53).
Desde esta perspectiva se comprende mucho mejor por qué en Lourdes el culto a la santísima Virgen María va unido a un fuerte y constante culto a la Eucaristía, con celebraciones eucarísticas diarias, con la adoración del santísimo Sacramento y la bendición a los enfermos, que constituye uno de los momentos más fuertes de la visita de los peregrinos a la gruta de Massabielle.
La presencia en Lourdes de muchos peregrinos enfermos y de voluntarios que los acompañan ayuda a reflexionar sobre la solicitud materna y tierna que la Virgen manifiesta con respecto al dolor y a los sufrimientos del hombre. La comunidad cristiana siente que María, Mater dolorosa, asociada al sacrificio de Cristo, sufriendo al pie de la cruz con su Hijo divino, está particularmente cerca de ella cuando se congrega en torno a sus miembros que sufren, llevando los signos de la pasión del Señor.
María sufre con quienes pasan por la prueba, con ellos espera y es su consuelo, sosteniéndolos con su ayuda materna. ¿No es verdad que la experiencia espiritual de tantos enfermos lleva a comprender cada vez más que «el divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre santísima, primicia y vértice de todos los redimidos»? (Salvifici doloris, 26).
3. Si Lourdes nos impulsa a meditar en el amor materno de la Virgen Inmaculada por sus hijos enfermos y que sufren, el próximo Congreso eucarístico internacional será ocasión para adorar a Jesucristo presente en el Sacramento del altar, para encomendarnos a él como Esperanza que no defrauda y para recibirlo como medicina de inmortalidad que cura el cuerpo y el alma. (...)
5. (...) La próxima Jornada mundial del enfermo ha de ser, además, una circunstancia propicia para invocar de modo especial la protección materna de María sobre quienes se encuentran probados por la enfermedad, sobre los agentes sanitarios y sobre todos los que trabajan en la pastoral de la salud. Pienso, en particular, en los sacerdotes comprometidos en este campo, en las religiosas y en los religiosos, en los voluntarios y en todos los que con una entrega efectiva se dedican a servir, en cuerpo y alma, a los enfermos y a los necesitados.
Encomiendo a todos a María, Madre de Dios y Madre nuestra, Inmaculada Concepción. Que ella ayude a cada uno a testimoniar que la única respuesta válida al dolor y al sufrimiento humano es Cristo, el cual al resucitar venció la muerte y nos dio la vida que no tiene fin.
Con estos sentimientos, imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.
Vaticano, 11 de enero de 2008
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 25-I-08]