ENSEÑANZAS SOBRE LA VIRGEN MARÍA (II)
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LA VISITACIÓN. GRATITUD A MARÍA
(En los jardines vaticanos, 31-V-06)
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra unirme a vosotros al final de este sugestivo encuentro de oración mariana. Así, ante la gruta de Lourdes que se encuentra en los jardines vaticanos, concluimos el mes de mayo, caracterizado este año por la acogida de la imagen de la Virgen de Fátima en la plaza de San Pedro, con motivo del 25° aniversario del atentado contra el amado Juan Pablo II, y marcado también por el viaje apostólico que el Señor me permitió realizar a Polonia, donde pude visitar los lugares queridos por mi gran predecesor.
De esta peregrinación, de la que hablé esta mañana durante la audiencia general, me vuelve ahora a la mente, en particular, la visita al santuario de Jasna Góra, en Czestochowa, donde comprendí más profundamente cómo nuestra Abogada celestial acompaña el camino de sus hijos y no deja de escuchar las súplicas que se le dirigen con humildad y confianza. Deseo darle una vez más las gracias, juntamente con vosotros, por haberme acompañado durante la visita a la querida tierra de Polonia.
También quiero expresar a María mi gratitud porque me sostiene en mi servicio diario a la Iglesia. Sé que puedo contar con su ayuda en toda situación; más aún, sé que ella previene con su intuición materna todas las necesidades de sus hijos e interviene eficazmente para sostenerlos: esta es la experiencia del pueblo cristiano desde sus primeros pasos en Jerusalén.
Hoy, en la fiesta de la Visitación, como en todas las páginas del Evangelio, vemos a María dócil a los planes divinos y en actitud de amor previsor a los hermanos. La humilde joven de Nazaret, aún sorprendida por lo que el ángel Gabriel le había anunciado -que será la madre del Mesías prometido-, se entera de que también su anciana prima Isabel espera un hijo en su vejez. Sin demora, se pone en camino, como dice el evangelista (cf. Lc 1,39), para llegar «con prontitud» a la casa de su prima y ponerse a su disposición en un momento de particular necesidad.
¡Cómo no notar que, en el encuentro entre la joven María y la ya anciana Isabel, el protagonista oculto es Jesús! María lo lleva en su seno como en un sagrario y lo ofrece como el mayor don a Zacarías, a su esposa Isabel y también al niño que está creciendo en el seno de ella. «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo -le dice la madre de Juan Bautista-, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44). Donde llega María, está presente Jesús. Quien abre su corazón a la Madre, encuentra y acoge al Hijo y se llena de su alegría. La verdadera devoción mariana nunca ofusca o menoscaba la fe y el amor a Jesucristo, nuestro Salvador, único mediador entre Dios y los hombres. Al contrario, consagrarse a la Virgen es un camino privilegiado, que han recorrido numerosos santos, para seguir más fielmente al Señor. Así pues, consagrémonos a ella con filial abandono.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 9-VI-06]
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LA ASUNCIÓN DE MARÍA
(Homilía del 15-VIII-06)
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:
En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo «ajeno» a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.
Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.
Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la «Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.
«Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es «feliz», feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: «Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (cf. Jn 14,2). María, al decir: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.
San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo -la morada de Dios aquí en la tierra- se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: «Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.
Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es «feliz» porque se ha convertido -totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre- en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.
Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: «Dichosa la que ha creído». El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.
Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.
Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.
María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: «Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación». Con toda la Escritura, habla del «temor de Dios». Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el «temor de Dios» no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.
«Me felicitarán todas las generaciones»: esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.
Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.
Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.
Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!». Amén.
CATEQUESIS SOBRE LA ASUNCIÓN DE MARÍA
(Miércoles, 16 de agosto de 2006)
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestro tradicional encuentro semanal del miércoles se realiza hoy todavía en el clima de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Por tanto, quisiera invitaros a dirigir la mirada, una vez más, a nuestra Madre celestial, que ayer la liturgia nos hizo contemplar triunfante con Cristo en el cielo.
Es una fiesta muy arraigada en el pueblo cristiano, ya desde los primeros siglos del cristianismo. Como es sabido, en ella se celebra la glorificación, también corporal, de la criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús en la cruz dio como Madre a toda la humanidad.
La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque, como afirma el concilio Vaticano II, María «brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68). Ahora bien, estamos tan inmersos en las vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe.
Entonces, ¿cómo hacer que todos nosotros y la sociedad actual percibamos cada vez más esta señal luminosa de esperanza? Hay quienes viven como si no tuvieran que morir o como si todo se acabara con la muerte; algunos se comportan como si el hombre fuera el único artífice de su propio destino, como si Dios no existiera, llegando en ocasiones incluso a negar que haya espacio para él en nuestro mundo.
Sin embargo, los grandes progresos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado notablemente la condición de la humanidad, dejan sin resolver los interrogantes más profundos del alma humana. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. Sólo la perspectiva de la eternidad puede dar valor auténtico a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad humana, del sufrimiento y de la muerte.
Contemplando a María en la gloria celestial, comprendemos que tampoco para nosotros la tierra es una patria definitiva y que, si vivimos orientados hacia los bienes eternos, un día compartiremos su misma gloria y así se hace más hermosa también la tierra. Por esto, aun entre las numerosas dificultades diarias, no debemos perder la serenidad y la paz.
La señal luminosa de la Virgen María elevada al cielo brilla aún más cuando parecen acumularse en el horizonte sombras tristes de dolor y violencia. Tenemos la certeza de que desde lo alto María sigue nuestros pasos con dulce preocupación, nos tranquiliza en los momentos de oscuridad y tempestad, nos serena con su mano maternal. Sostenidos por esta certeza, prosigamos confiados nuestro camino de compromiso cristiano adonde nos lleva la Providencia. Sigamos adelante en nuestra vida guiados por María. ¡Gracias!
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SANTA MADRE DE DIOS,
GUÍANOS SIEMPRE HACIA JESÚS
(Homilía en el santuario mariano de Altötting, 11-IX-06)
Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal; queridos hermanos y hermanas:
En la primera lectura, en el salmo responsorial y en el pasaje evangélico de hoy, se nos presenta tres veces y en forma siempre diferente a María, la Madre del Señor, como una mujer que ora. En el libro de los Hechos de los Apóstoles la encontramos en medio de la comunidad de los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, invocando al Señor, que ascendió al Padre, para que cumpla su promesa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5). María guía a la Iglesia naciente en la oración; es casi la Iglesia orante en persona. Y así, juntamente con la gran comunidad de los santos y como su centro, está también hoy ante Dios intercediendo por nosotros, pidiendo a su Hijo que envíe su Espíritu una vez más a la Iglesia y al mundo, y que renueve la faz de la tierra.
Hemos respondido a esta lectura cantando con María el gran himno de alabanza que ella entonó cuando Isabel la llamó bienaventurada a causa de su fe. Es una oración de acción de gracias, de alegría en Dios, de bendición por sus grandes hazañas. El tenor de este himno es claro desde sus primeras palabras: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Proclamar la grandeza del Señor significa darle espacio en el mundo, en nuestra vida, permitirle entrar en nuestro tiempo y en nuestro obrar: esta es la esencia más profunda de la verdadera oración. Donde se proclama la grandeza de Dios, el hombre no queda empequeñecido: allí también el hombre queda engrandecido y el mundo resulta luminoso.
Por último, en el pasaje evangélico, María pide a su Hijo un favor para unos amigos que pasan dificultades. A primera vista, esto puede parecer una conversación enteramente humana entre la Madre y su Hijo; y, en efecto, también es un diálogo lleno de profunda humanidad. Pero María no se dirige a Jesús simplemente como a un hombre, contando con su habilidad y disponibilidad a ayudar. Ella confía una necesidad humana a su poder, a un poder que supera la habilidad y la capacidad humanas.
En este diálogo con Jesús la vemos realmente como Madre que pide, que intercede. Conviene profundizar un poco en este pasaje del evangelio, para entender mejor a Jesús y a María, y también para aprender de María el modo correcto de orar. María propiamente no hace una petición a Jesús; simplemente le dice: «No tienen vino» (Jn 2,3). Las bodas en Tierra Santa se celebraban durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. Los esposos se encuentran en dificultades y María simplemente se lo dice a Jesús. No le pide nada en particular, y mucho menos, que Jesús utilice su poder, que realice un milagro produciendo vino. Simplemente informa a Jesús y le deja decidir lo que conviene hacer.
Así pues, en las sencillas palabras de la Madre de Jesús podemos apreciar dos cosas: por una parte, su afectuosa solicitud por los hombres, la atención maternal que la lleva a percibir los problemas de los demás. Vemos su cordial bondad y su disponibilidad a ayudar. Esta es la Madre a la que tantas personas, desde hace muchas generaciones, han venido aquí a Altötting en peregrinación. A ella confiamos nuestras preocupaciones, nuestras necesidades y nuestras dificultades. Aquí aparece, por primera vez en la sagrada Escritura, la bondad y disponibilidad a ayudar de la Madre, en la que confiamos. Pero además de este primer aspecto, que a todos nos resulta muy familiar, hay otro, que podría pasarnos fácilmente desapercibido: María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Esta sigue siendo su actitud fundamental. Así nos enseña a rezar: no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y nuestros deseos, por muy importantes o razonables que nos parezcan, sino presentárselos a él y dejar que él decida lo que quiera hacer. De María aprendemos la bondad y la disposición a ayudar, pero también la humildad y la generosidad para aceptar la voluntad de Dios, confiando en él, convencidos de que su respuesta, sea cual sea, será lo mejor para nosotros.
Podemos comprender muy bien la actitud y las palabras de María, pero nos resulta difícil entender la respuesta de Jesús. Para comenzar, no nos gusta la palabra con que se dirige a ella: «Mujer». ¿Por qué no le dice «Madre»? En realidad, este título expresa el lugar que ocupa María en la historia de la salvación. Remite al futuro, a la hora de la crucifixión, cuando Jesús le dirá: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «Hijo, ahí tienes a tu madre» (cf. Jn 19,26-27). Por tanto, indica anticipadamente la hora en que él convertirá a la mujer, a su Madre, en Madre de todos sus discípulos. Por otra parte, ese título evoca el relato de la creación de Eva: Adán, en medio de la creación, con toda su magnificencia, como ser humano se siente solo. Entonces Dios crea a Eva, y en ella Adán encuentra la compañera que buscaba y le da el nombre de «mujer». Así, en el evangelio según san Juan, María representa la mujer nueva, la mujer definitiva, la compañera del Redentor, nuestra Madre: ese título, en apariencia poco afectuoso, expresa realmente la grandeza de su misión perenne.
Nos gusta menos aún lo que Jesús dice luego a María en Caná: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Quisiéramos objetar: ¡tienes mucho con ella! Fue ella quien te dio la carne y la sangre, tu cuerpo; y no sólo tu cuerpo: con su «sí», que pronunció desde lo más hondo de su corazón, ella te engendró en su vientre; con amor maternal te dio la vida y te introdujo en la comunidad del pueblo de Israel.
Si así le hablamos a Jesús, ya vamos por buen camino para entender su respuesta. Porque todo esto debe hacernos recordar que en el contexto de la encarnación de Jesús hay dos diálogos que van juntos y se funden, se hacen uno. Está ante todo el diálogo de María con el arcángel Gabriel, en el que ella dice: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Pero existe un texto paralelo a este, podríamos decir un diálogo dentro de Dios, que se encuentra recogido en la carta a los Hebreos, cuando dice que las palabras del salmo 40 son como un diálogo entre el Padre y el Hijo, un diálogo con el que se inicia la Encarnación. El Hijo eterno dice al Padre: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. (...) He aquí que vengo (...) para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,5-7; cf. Sal 40,6-8).
El «sí» del Hijo -«He aquí que vengo para hacer tu voluntad»- y el «sí» de María -«Hágase en mí según tu palabra»- se convierten en un único «sí». De esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble «sí» la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María con su «sí» le da el cuerpo. «¿Qué tengo yo contigo, mujer?». La relación más profunda que tienen Jesús y María es este doble «sí», gracias a cuya coincidencia se realizó la encarnación. Con su respuesta nuestro Señor alude a este punto de su profundísima unidad. A él remite a su Madre. Ahí, en este común «sí» a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. También nosotros debemos aprender a encaminarnos hacia este punto; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.
Partiendo de ahí comprendemos ahora también la segunda frase de la respuesta de Jesús: «Todavía no ha llegado mi hora». Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; nunca actúa para agradar a los otros. Actúa siempre partiendo del Padre, y esto es precisamente lo que lo une a María, porque ahí, en esa unidad de voluntad con el Padre, ha querido poner también ella su petición. Por eso, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar la petición, ella sorprendentemente puede decir a los servidores con sencillez: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).
Jesús no hace un prodigio, no juega con su poder en un asunto que, en el fondo, es totalmente privado. No; él realiza un signo, con el que anuncia su hora, la hora de las bodas, la hora de la unión entre Dios y el hombre. Él no se limita a «producir» vino, sino que transforma las bodas humanas en una imagen de las bodas divinas, a las que el Padre invita mediante el Hijo y en las que da la plenitud del bien, representada por la abundancia del vino. Las bodas se convierten en imagen del momento en que Jesús lleva su amor hasta el extremo, permite que le desgarren el cuerpo, y así se entrega a nosotros para siempre, se hace uno con nosotros: bodas entre Dios y el hombre.
La hora de la cruz, la hora de la que brota el Sacramento, en el que él se nos da realmente en carne y sangre, pone su cuerpo en nuestras manos y en nuestro corazón; esta es la hora de las bodas.
Así, de un modo verdaderamente divino, se resuelve la necesidad del momento y se rebasa ampliamente la petición inicial. La hora de Jesús no ha llegado aún, pero en el signo de la conversión del agua en vino, en el signo del don festivo, anticipa su hora ya en este momento.
Su «hora» es la cruz; su hora definitiva será su vuelta al final de los tiempos. Él anticipa continuamente esta hora definitiva precisamente en la Eucaristía, en la cual ya ahora viene siempre. Y lo sigue haciendo siempre por intercesión de su Madre, por intercesión de la Iglesia, que lo invoca en las plegarias eucarísticas: «¡Ven, Señor Jesús!». En el canon, la Iglesia implora siempre nuevamente esta anticipación de la «hora», pide que venga ya ahora y se entregue a nosotros.
Así queremos dejarnos guiar por María, por la Madre de las gracias de Altötting, por la Madre de todos los fieles, hacia la «hora» de Jesús. Pidámosle a él el don de reconocerlo y comprenderlo cada vez más. Y no nos limitemos a recibirlo sólo en el momento de la Comunión. Él permanece presente en la Hostia santa y nos espera continuamente. En Altötting la adoración del Señor en la Eucaristía ha encontrado un lugar nuevo en la antigua capilla del tesoro. María y Jesús siempre van juntos. Mediante ella queremos permanecer en diálogo con el Señor, aprendiendo así a recibirlo mejor.
¡Santa Madre de Dios, ruega por nosotros, como rogaste en Caná por los esposos! Guíanos siempre hacia Jesús. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 22-IX-06]
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LA INMACULADA CONCEPCIÓN
(Ángelus del 8-XII-06)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos una de las fiestas de la santísima Virgen más bellas y populares: la Inmaculada Concepción. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
Todo esto está contenido en la verdad de fe de la «Inmaculada Concepción». El fundamento bíblico de este dogma se encuentra en las palabras que el ángel dirigió a la joven de Nazaret: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). «Llena de gracia» -en el original griego kecharitoméne- es el nombre más hermoso de María, un nombre que le dio Dios mismo para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, «el amor encarnado de Dios» (Deus caritas est, 12).
Podemos preguntarnos: ¿por qué entre todas las mujeres Dios escogió precisamente a María de Nazaret? La respuesta está oculta en el misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo, hay un motivo que el Evangelio pone de relieve: su humildad. Lo subraya bien Dante Alighieri en el último canto del «Paraíso»: «Virgen Madre, hija de tu Hijo, la más humilde y más alta de todas las criaturas, término fijo del designio eterno» (Paraíso XXXIII, 1-3). Lo dice la Virgen misma en el Magníficat, su cántico de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46.48). Sí, Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1,30). Así llegó a ser la Madre de Dios, imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana.
Esta «bendición» es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo. Esta es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de la Iglesia: acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17).
Queridos hermanos y hermanas, la fiesta de la Inmaculada ilumina como un faro el período de Adviento, que es un tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador. Mientras salimos al encuentro de Dios que viene, miramos a María que «brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino» (Lumen gentium, 68). Con esta certeza os invito a uniros a mí cuando, por la tarde, renueve en la plaza de España el tradicional homenaje a esta dulce Madre por gracia y de la gracia. A ella nos dirigimos ahora con la oración que recuerda el anuncio del ángel.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-XII-06]
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HOMENAJE A LA INMACULADA
(Roma, Plaza de España, 8-XII-06)
Oh María, Virgen Inmaculada: También este año nos volvemos a encontrar con amor filial al pie de tu imagen para renovarte el homenaje de la comunidad cristiana y de la ciudad de Roma.
Hemos venido a orar, siguiendo la tradición iniciada por los Papas anteriores, en el día solemne en el que la liturgia celebra tu Inmaculada Concepción, misterio que es fuente de alegría y de esperanza para todos los redimidos.
Te saludamos y te invocamos con las palabras del ángel: «Llena de gracia» (Lc 1,28), el nombre más bello, con el que Dios mismo te llamó desde la eternidad.
«Llena de gracia» eres tú, María, colmada del amor divino desde el primer instante de tu existencia, providencialmente predestinada a ser la Madre del Redentor e íntimamente asociada a él en el misterio de la salvación.
En tu Inmaculada Concepción resplandece la vocación de los discípulos de Cristo, llamados a ser, con su gracia, santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1,4).
En ti brilla la dignidad de todo ser humano, que siempre es precioso a los ojos del Creador.
Quien fija en ti su mirada, Madre toda santa, no pierde la serenidad, por más duras que sean las pruebas de la vida.
Aunque es triste la experiencia del pecado, que desfigura la dignidad de los hijos de Dios, quien recurre a ti redescubre la belleza de la verdad y del amor, y vuelve a encontrar el camino que lleva a la casa del Padre.
«Llena de gracia» eres tú, María, que al acoger con tu «sí» los proyectos del Creador, nos abriste el camino de la salvación.
Enséñanos a pronunciar también nosotros, siguiendo tu ejemplo, nuestro «sí» a la voluntad del Señor.
Un «sí» que se une a tu «sí» sin reservas y sin sombras, que el Padre quiso necesitar para engendrar al Hombre nuevo, Cristo, único Salvador del mundo y de la historia.
Danos la valentía para decir «no» a los engaños del poder, del dinero y del placer; a las ganancias ilícitas, a la corrupción y a la hipocresía, al egoísmo y a la violencia.
«No» al Maligno, príncipe engañador de este mundo.
«Sí» a Cristo, que destruye el poder del mal con la omnipotencia del amor.
Sabemos que sólo los corazones convertidos al Amor, que es Dios, pueden construir un futuro mejor para todos.
«Llena de gracia» eres tú, María. Tu nombre es para todas las generaciones prenda de esperanza segura.
Sí, porque, como escribe el sumo poeta Dante, para nosotros, los mortales, tú «eres fuente viva de esperanza» (Paraíso, XXXIII, 12).
Como peregrinos confiados, acudimos una vez más a esta fuente, al manantial de tu Corazón inmaculado, para encontrar en ella fe y consuelo, alegría y amor, seguridad y paz.
Virgen «llena de gracia», muéstrate Madre tierna y solícita con los habitantes de esta ciudad tuya, para que el auténtico espíritu evangélico anime y oriente su comportamiento.
Muéstrate Madre y guardiana vigilante de Italia y Europa, para que de las antiguas raíces cristianas los pueblos sepan tomar nueva linfa para construir su presente y su futuro.
Muéstrate Madre providente y misericordiosa con el mundo entero, para que, respetando la dignidad humana y rechazando toda forma de violencia y de explotación, se pongan bases firmes para la civilización del amor.
Muéstrate Madre especialmente de los más necesitados: de los indefensos, de los marginados y los excluidos, de las víctimas de una sociedad que con demasiada frecuencia sacrifica al hombre por otros fines e intereses.
Muéstrate Madre de todos, oh María, y danos a Cristo, esperanza del mundo.
«Monstra te esse Matrem», oh Virgen Inmaculada, llena de gracia. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-XII-06]
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LA MATERNIDAD Y VIRGINIDAD DE MARÍA
Jornada mundial de la paz
(Homilía del 1-I-07)
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la «Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del «pueblo nuevo» por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació «de una mujer» (cf. Ga 4,4). En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último, Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un «talento» precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a... (...) Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema: «La persona humana, corazón de la paz».
Estoy profundamente convencido de que «respetando a la persona se promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral» (Mensaje, 15-XII-06, n. 1). Este compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado «a ser un incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables» (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, estárevestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es «al mismo tiempo un don y una tarea» (n. 3): un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.
El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2,16). ¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de toda persona.
El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos, sino «en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios» (Mensaje, n. 13).
En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de modos diversos. «Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos» (ib.).
«El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24.26). Esta es la fórmula de bendición que hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es «paz».
El término bíblico shalom, que traducimos por «paz», indica el conjunto de bienes en que consiste «la salvación» traída por Cristo, el Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un «canal de paz».
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 5-I-07]
LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
Y EL DON DE LA PAZ
(Ángelus del 1-I-07)
Queridos hermanos y hermanas:
Al inicio del nuevo año me alegra dirigiros a todos vosotros, presentes en la plaza de San Pedro, y a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, mis más cordiales deseos de paz y de bien. ¡Felicidades a todos! Os deseo paz y bien. Que la luz de Cristo, Sol que surgió en el horizonte de la humanidad, ilumine vuestro camino y os acompañe durante todo el año 2007.
Con una feliz intuición, mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI quiso que el año comenzara bajo la protección de María santísima, venerada como Madre de Dios. La comunidad cristiana, que durante estos días ha permanecido en oración y adoración ante el belén, mira hoy con particular amor a la Virgen Madre; se identifica con ella mientras contempla al Niño recién nacido, envuelto en pañales y recostado en el pesebre. Como María, también la Iglesia permanece en silencio para captar y custodiar las resonancias interiores del Verbo encarnado, conservando el calor divino y humano que emana de su presencia. Él es la bendición de Dios. La Iglesia, como la Virgen, no hace más que mostrar a todos a Jesús, el Salvador, y sobre cada uno refleja la luz de su Rostro, esplendor de bondad y de verdad.
Hoy contemplamos a Jesús, nacido de María Virgen, en su prerrogativa de verdadero «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Él es «nuestra paz»; vino para derribar el «muro de separación» que divide a los hombres y a los pueblos, es decir, «la enemistad» (Ef 2,14). Por eso, el mismo Papa Pablo VI, de venerada memoria, quiso que el 1 de enero fuera también la Jornada mundial de la paz: para que cada año comience con la luz de Cristo, el gran pacificador de la humanidad.
Renuevo hoy mi deseo de paz a los gobernantes y a los responsables de las naciones y de los organismos internacionales y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Lo hago en particular con el Mensaje especial que preparé juntamente con mis colaboradores del Consejo pontificio Justicia y paz, y que este año tiene por tema: «La persona humana, corazón de la paz». Ese Mensaje aborda un punto esencial, el valor de la persona humana, la columna que sostiene todo el gran edificio de la paz.
Hoy se habla mucho de derechos humanos, pero a menudo se olvida que necesitan un fundamento estable, no relativo, no opinable. Y ese fundamento sólo puede ser la dignidad de la persona. El respeto a esta dignidad comienza con el reconocimiento y la protección de su derecho a vivir y a profesar libremente su religión.
A la santa Madre de Dios dirigimos con confianza nuestra oración, para que se desarrolle en las conciencias el respeto sagrado a toda persona humana y el firme rechazo de la guerra y de la violencia.
María, tú que diste al mundo a Jesús, ayúdanos a acoger de él el don de la paz y a ser sinceros y valientes constructores de paz.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 5-I-07]
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ORACIÓN A LA VIRGEN DE LORETO
(Audiencia general del 14-II-07)
María, Madre del «sí»,
tú escuchaste a Jesús
y conoces el timbre de su voz
y el latido de su corazón.
Estrella de la mañana,
háblanos de él
y descríbenos tu camino
para seguirlo por la senda de la fe.
María, que en Nazaret habitaste con Jesús,
imprime en nuestra vida tus sentimientos,
tu docilidad, tu silencio que escucha
y hace florecer la Palabra
en opciones de auténtica libertad.
María, háblanos de Jesús,
para que el frescor de nuestra fe
brille en nuestros ojos
y caliente el corazón de aquellos
con quienes nos encontremos,
como tú hiciste al visitar a Isabel,
que en su vejez se alegró contigo
por el don de la vida.
María, Virgen del Magníficat,
ayúdanos a llevar la alegría al mundo
y, como en Caná, impulsa a todos los jóvenes
comprometidos en el servicio a los hermanos
a hacer sólo lo que Jesús les diga.
María, dirige tu mirada al ágora de los jóvenes,
para que sea el terreno fecundo de la Iglesia italiana.
Ora para que Jesús, muerto y resucitado,
renazca en nosotros
y nos transforme en una noche llena de luz,
llena de él.
María, Virgen de Loreto, puerta del cielo,
ayúdanos a elevar nuestra mirada a las alturas.
Queremos ver a Jesús, hablar con él
y anunciar a todos su amor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 16-II-07]
LA ANUNCIACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
(Ángelus del 25-III-07)
Queridos hermanos y hermanas:
El 25 de marzo se celebra la solemnidad de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María. Este año coincide con un domingo de Cuaresma y por eso se celebrará mañana. De todas formas, quisiera reflexionar ahora sobre este estupendo misterio de la fe, que contemplamos todos los días en el rezo del Ángelus. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto -nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María-, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su «sí» al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como «nueva y eterna alianza».
En realidad, el «sí» de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo cuando entró en el mundo, como escribe lacarta a los Hebreos interpretando el Salmo 39: «He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre, y así, gracias al encuentro de estos dos «sí», Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación.
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». La respuesta de María al ángel se prolonga en la Iglesia, llamada a manifestar a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda seguir visitando a la humanidad con su misericordia. De este modo, el «sí» de Jesús y de María se renueva en el «sí» de los santos, especialmente de los mártires, que son asesinados a causa del Evangelio. Lo subrayo recordando que ayer, 24 de marzo, aniversario del asesinato de monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, se celebró la Jornada de oración y ayuno por los misioneros mártires: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos asesinados en el cumplimiento de su misión de evangelización y promoción humana.
Los misioneros mártires, como reza el tema de este año, son «esperanza para el mundo», porque testimonian que el amor de Cristo es más fuerte que la violencia y el odio. No buscaron el martirio, pero estuvieron dispuestos a dar la vida para permanecer fieles al Evangelio. El martirio cristiano solamente se justifica como acto supremo de amor a Dios y a los hermanos.
En este tiempo cuaresmal contemplamos con mayor frecuencia a la Virgen, que en el Calvario sella el «sí» pronunciado en Nazaret. Unida a Jesús, el Testigo del amor del Padre, María vivió el martirio del alma. Invoquemos con confianza su intercesión, para que la Iglesia, fiel a su misión, dé al mundo entero testimonio valiente del amor de Dios.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 30-III-07]
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VISITACIÓN DE MARÍA A SU PRIMA ISABEL
(En los jardines vaticanos, 31-V-07)
Queridos hermanos y hermanas:
Con alegría me uno a vosotros al término de esta vigilia mariana, siempre sugestiva, con la que se concluye en el Vaticano el mes de mayo en la fiesta litúrgica de la Visitación de la santísima Virgen María. (...)
Meditando los misterios luminosos del santo rosario, habéis subido a esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del evangelista san Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de Galilea «se puso en camino hacia la montaña» (Lc 1,39) para llegar a la aldea de Judea donde vivía Isabel con su marido Zacarías.
¿Qué impulsó a María, una joven, a afrontar aquel viaje? Sobre todo, ¿qué la llevó a olvidarse de sí misma, para pasar los primeros tres meses de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta está escrita en un Salmo: «Corro por el camino de tus mandamientos (Señor), pues tú mi corazón dilatas» (Sal 118,32). El Espíritu Santo, que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.
La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que, en el relato del evangelio de san Lucas, precede inmediatamente: el anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cf. Lc 1,35). Ese mismo Espíritu la impulsó a «levantarse» y partir sin tardanza (cf. Lc 1,39), para ayudar a su anciana pariente.
Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea es el mismo Jesús quien «impulsa» a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6).
Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad cristiana es una virtud «teologal». Vemos que el corazón de María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario (cf. Deus caritas est, 19).
Todo gesto de amor genuino, incluso el más pequeño, contiene en sí un destello del misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se hace «teologal» cuando está animado por el Espíritu de Cristo.
Que María nos obtenga el don de saber amar como ella supo amar. A María encomendamos esta singular porción de la Iglesia que vive y trabaja en el Vaticano; le encomendamos la Curia romana y las instituciones vinculadas a ella, para que el Espíritu de Cristo anime todo deber y todo servicio. Pero desde esta colina ampliamos la mirada a Roma y al mundo entero, y oramos por todos los cristianos, para que puedan decir con san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14), y con la ayuda de María sepan difundir en el mundo el dinamismo de la caridad.
Os agradezco nuevamente vuestra devota y fervorosa participación. Transmitid mi saludo a los enfermos, a los ancianos y a cada uno de vuestros seres queridos. A todos imparto de corazón mi bendición.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-VI-07]
LA ASUNCIÓN DE MARÍA
(Homilía del 15-VIII-07)
Queridos hermanos y hermanas:
En su gran obra «La ciudad de Dios», san Agustín dice una vez que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar, político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.
Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones. Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más fuerte que el odio.
También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y, de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.
También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el amor y no el egoísmo.
Habiendo considerado así las diversas representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas. También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo superado la muerte, nos dice: «¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las amenazas del dragón».
Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La «mujer vestida de sol» es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia, el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y -como dice el Evangelio- se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo, vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo que ella misma dijo: «¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a disposición del Señor». Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor, que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.
Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: «Bendita tú eres entre todas las mujeres». Te invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 24-VIII-07]
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LA ASUNCIÓN DE MARÍA
(Ángelus del 15-VIII-07)
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Se trata de una fiesta antigua, que tiene su fundamento último en la sagrada Escritura. En efecto, la sagrada Escritura presenta a la Virgen María íntimamente unida a su Hijo divino y siempre solidaria con él. Madre e Hijo aparecen estrechamente asociados en la lucha contra el enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él. Esta victoria se manifiesta, en particular, con la derrota del pecado y de la muerte, es decir, con la derrota de aquellos enemigos que san Pablo presenta siempre unidos (cf. Rm 5,12.15-21; 1 Co 15,21-26). Por eso, como la resurrección gloriosa de Cristo fue el signo definitivo de esta victoria, así la glorificación de María, también en su cuerpo virginal, constituye la confirmación final de su plena solidaridad con su Hijo, tanto en la lucha como en la victoria.
De este profundo significado teológico del misterio se hizo intérprete el siervo de Dios Papa Pío XII, al pronunciar, el 1 de noviembre de 1950, la solemne definición dogmática de este privilegio mariano. Declaró: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, "por un solo y mismo decreto" de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos» (Const. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 768-769).
Queridos hermanos y hermanas, María, al ser elevada a los cielos, no se alejó de nosotros, sino que está aún más cercana, y su luz se proyecta sobre nuestra vida y sobre la historia de la humanidad entera. Atraídos por el esplendor celestial de la Madre del Redentor, acudimos con confianza a ella, que desde el cielo nos mira y nos protege.
Todos necesitamos su ayuda y su consuelo para afrontar las pruebas y los desafíos de cada día. Necesitamos sentirla madre y hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia. Y para poder compartir, un día, también nosotros para siempre su mismo destino, imitémosla ahora en el dócil seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a los hermanos. Este es el único modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación terrena, la alegría y la paz que vive en plenitud quien llega a la meta inmortal del paraíso.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 17-VIII-07]